Cuántas
veces habremos estado inmersos en una conversación y alguien ha soltado: ¿te
soy sincer@? Es justo ahí cuando sobreviene
un silencio sepulcral de segundos en los que miras a la persona pensando: ¿es
que no lo estabas siendo?
Realmente
un@ más que esperar que los demás lo sean (algo que no depende de nosotros)
debe procurar serlo. Es algo que aunque puede parecer sencillo, de vez en
cuando, cuesta más de lo que parece. La sinceridad es, en mi opinión, una
cualidad valiente, sin duda, pero que a veces, puede traer problemas o
dificultades al enfrentarla a quienes no la aceptan de por sí o aún no tienen
la madurez suficiente para ello. Hay quien prefiere una mentira antes que
escuchar una verdad, tal vez por eso de que, a veces, la verdad duele.
La
sinceridad de algunas personas suele ser causa de la incomodidad de otras. La
incomodidad que provoca escuchar cosas que no agradan ni al oído ni al ego y
que quizás sea el motivo por el que, generalmente, se prefiere ser “correcto” a
ser sincero. Cada vez más, la sinceridad se reserva a las contadas personas a
las que realmente importamos y que prefieren decirnos la verdad, cara a cara, a
ser sólo personas de trato correcto.
Además,
la sinceridad no va sólo en las palabras, si no también en la actitud, en
nuestras acciones. Es uno de los ejemplos más claros que conozco de honestidad,
con los demás y con nosotros mismos. Esto no quita que para ser sinceros,
tengamos que tener cierto tacto a la hora de expresarnos, lo que se llama
asertividad. Pretender dar nuestra opinión acerca de lo erróneo de cualquier
planteamiento o de la actitud equivocada de alguien no nos da carta blanca para
hacer daño. Tal vez sea lo que complique la sinceridad y que antes que plantear
cómo y a quién decir qué cosa se termine prefiriendo, simplemente, ser
“correcto”, sin entrar a realizar ninguna valoración.
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